Cuento de tradición oral: «Blancaflor, la hija del diablo»
Cuentos al amor de la lumbre. A. R. Almodóvar
Había una vez un rey y una reina que, después de casados, estuvieron mucho tiempo sin tener descendencia. La reina iba todos los días a pedirle a Dios que les mandara un hijo, aunque a los
veinte años se lo llevara el diablo. El rey iba a cazar fieras todos los
días, pero había tantas fieras para él solo, que un día vino del bosque y le dijo a su mujer:
—El primer hijo que tengamos se lo prometo al diablo.
Por fin Dios les mandó un hijo tan hermoso, que no había otro
como él. Era además tan fuerte, que a los tres años ya iba a matar
fieras y mataba más que su padre.
Pero de mayor se hizo también muy jugador y a todo el mundo le
ganaba. Un día se encontró con un caballero que resultó ser el diablo.
Se puso a jugar con él, y el diablo dejó que le ganara todo el dinero.
Quedaron citados para jugar otro día, pero ese día el diablo le ganó al
hijo del rey todo el dinero que llevaba. Entonces le preguntó que si
quería jugarse el alma, y el hijo del rey contestó que sí. Se pusieron a
jugar y le ganó el alma. El diablo le dijo entonces que si quería recuperarla tenía que ir a su castillo a realizar tres trabajos que le mandaría.
A esto ya tenía el hijo del rey veinte años, cuando le dijo a su
padre:
—Padre, prepáreme usted un caballo y unas alforjas, que me
voy camino adelante.
El padre le dio el mejor caballo que tenía. La madre le preparó
la comida, pero no dejaba de llorar. El hijo le preguntó que por qué
lloraba tanto y ella entonces le contó cómo le había pedido a Dios un
hijo, aunque se lo llevara el diablo. El muchacho le dijo que no se
preocupara y se marchó.
Por el camino se encontró con una pobre
anciana, que le pidió un trocito de pan, y el muchacho le dio todo el
que llevaba. Entonces ella le preguntó:
—¿Adónde vas?
—Voy al castillo del diablo.
—Pues por tu buena acción —dijo la anciana— te diré que tienes
que llegar a un río que está cerca del Castillo de Irás y no Volverás, y
adonde todos los días van a bañarse tres palomas, que son las hijas
del diablo. Cuando llegues allí se estarán bañando. Tú le esconderás
la ropa a la más pequeña, que se llama Blancaflor, y no se la des
hasta que te pregunte tres veces por ella y te prometa su ayuda en
todo lo que necesites.
—¿Y cómo llegaré a ese río? —preguntó el príncipe.
—En el pueblo más próximo vive la dueña de las aves, que es
hermana del sol y de la luna. Pregúntale a ella.
El príncipe siguió andando y llegó por fin a la casa de las aves.
Llamó a la puerta y salió a recibirle una bruja, que le dijo:
—¿Quién te manda por aquí, que tan mal te quiere?
—Voy buscando el Castillo de Irás y no Volverás y vengo a que
usted me diga dónde se encuentra —contestó el príncipe.
—¡Huy, yo no sé dónde está eso! Pero alguna de mis aves, que
van por todas partes, lo sabrá. Esta noche, cuando vengan después
de que se recoja el sol, se lo preguntaremos. Pero escóndete en ese
rincón, si no mi hermano el sol te abrasará con sus rayos o mi hermana la luna te descubrirá.
Llegó el sol y se puso a gritar:
—¡A carne humana me huele! ¡Si no me la das, te mato!
Y contestó la bruja:
—Anda, déjalo, que es un pobre muchacho que anda buscando
el Castillo de Irás y no Volverás, y está esperando que lleguen las aves
para preguntárselo.
Después llegó la luna y pasó lo mismo:
—¡A carne humana me huele! ¡Si no me la das, te mato!
—Anda, déjalo, que es un pobre muchacho que anda buscando
el Castillo de Irás y no Volverás, y está esperando que lleguen las aves
para preguntárselo.
Bueno, pues fueron llegando las aves de todas partes del mundo, y a todas les iban preguntando si sabían dónde estaba el Castillo
de Irás y no Volverás, y todas decían que nunca habían oído hablar de
él. Entonces dijo la bruja:
—Pues ya solo queda el águila coja, que llega siempre la última.
Por fin llegó el águila coja y se lo preguntaron, y contestó:
—Ya lo creo que lo sé. Eso está al otro lado del mar.
—¿Y tú podrías llevar a este muchacho? —le preguntó la bruja.
—Eso está muy lejos —contestó el águila— y necesitaría mucha
comida para la travesía del mar. Por lo menos una caballería muerta
y que me metieran un cacho en la boca cada vez que lo pidiera.
El príncipe dijo entonces que estaba dispuesto a matar su caballo y dárselo de comer cuando se lo pidiera. El águila dijo que bueno.
Y así fue: el príncipe mató a su caballo y lo montó atravesado encima
del águila; luego se montó él y el águila emprendió el vuelo. Cada
cierto tiempo esta decía:
—¡Príncipe, carne!
Y el príncipe le metía en el pico un trozo de carne del caballo.
Así durante mucho tiempo, hasta que se acabó toda la carne y todavía no habían atravesado el mar. El águila dijo:
—Pues lo siento, pero si no me das más comida, no podré seguir
adelante y tendré que tirarte al mar.
—¡No, espera! —dijo el príncipe—. Me cortaré un trozo de mi
propia carne y te lo daré.
El águila se compadeció entonces de él y le dijo:
—No es preciso. Haré un último esfuerzo y te soltaré cerca de
un río que hay antes de llegar al Castillo de Irás y no Volverás.
Y así fue. Cuando llegó el príncipe a la orilla del río, ya se estaban bañando las tres hijas del diablo.
Las dos mayores salieron, se vistieron y se volvieron palomas.
La menor, que era la más hermosa, se acercó al muchacho y le pidió
sus ropas, a lo que él le dijo:
—Te tienes que casar conmigo.
—Está bien —contestó Blancaflor—. Ya sabía yo que vendrías.
Toma este anillo y póntelo.
El príncipe le dio sus vestidos. Ella se los puso y al instante se
volvió paloma.
—Móntate sobre mí y vámonos al castillo —dijo Blancaflor.
Cuando llegaron al castillo, salió el demonio a recibirlos y enseguida le mandó que hiciera el primer trabajo.
—Para mañana —le dijo— tienes que allanar aquella ladera,
ararla, sembrar el trigo, segarlo, molerlo y traerme el pan.
El muchacho cogió un azadón y se fue para la montaña. Pero cuando vio que era toda de piedras, se echó a llorar. Llorando como estaba
se restregó los ojos con el anillo y al momento se le apareció Blancaflor.
—¿Qué te pasa? —le preguntó ella.
—Pues nada —contestó él y le contó lo que su padre le había
mandado.
—No te apures —dijo ella—, échate en mi falda y duérmete.
Cuando el muchacho se despertó, ya estaba el pan hecho. Se lo
presentó al demonio y este le dijo:
—Muy bien. Pero… o tú andas con Blancaflor, o eres más demonio que yo. Ahora tienes que plantar este campo de vid y traerme
por la tarde un buen canasto de uvas.
Otra vez el príncipe se echó a llorar, y, al restregarse los ojos con
el anillo, se le apareció Blancaflor. Cuando se enteró ella de lo que
pasaba, le dijo que se echara a dormir. Cuando el príncipe se despertó, no tuvo más que coger el canasto lleno de uvas y llevárselo al
demonio, que le dijo:
—Muy bien. Pero… o tú andas con Blancaflor, o eres más demonio que yo. Todavía me falta lo principal. Una vez una tatarabuela
mía pasó por el estrecho de Gibraltar y se le cayó al mar una sortija.
Quiero que vayas y me la traigas.
Cuando Blancaflor se enteró de lo que su padre había pedido, le
dijo al príncipe:
—Pues ahora tienes que matarme con este cuchillo y recoger
toda mi sangre en esta botella, sin que se pierda una sola gota. Luego me echas al mar y te pones a tocar la guitarra sin parar.
—¡Ay, que yo no puedo matarte! —exclamó el muchacho.
Pero ella le dijo que tenía que ser así. Entonces el príncipe hizo
todo tal como se lo había dicho Blancaflor, aunque se le cayó una
gota de sangre al suelo. Se puso a tocar la guitarra, y al poco rato
salió del agua la muchacha con la sortija en la boca y más hermosa
que había entrado. Tan solo le faltaba un trocito de un dedo por la
gota de sangre que se perdió. El príncipe le llevó la sortija al demonio, que otra vez le dijo:
—O tú andas con Blancaflor o eres más demonio que yo —y
añadió—: Está bien. Podéis casaros, pero no se celebrará la boda ni
dormiréis juntos. Y antes tienes que averiguar cuál de mis tres hijas
es Blancaflor. Si no, te mataré.
El demonio mandó a sus tres hijas que asomaran un dedo por
debajo de la puerta, para que el muchacho tuviera que adivinar cuál
de ellos pertenecía a Blancaflor. La muchacha metió el dedo que se
le había quedado más corto, y así él la conoció.
Fueron a acostarse y Blancaflor le dijo al príncipe:
—Mi padre querrá matarnos ahora. De manera que nos tenemos
que escapar. Ve a la cuadra. Allí verás dos caballos. Uno gordo y
bonito, que se llama Viento, y otro flaco y feo, que se llama Pensamiento. Tienes que coger el segundo y también la espada mohosa
que hay en el armario, junto a otra nueva y reluciente.
Pero el príncipe, cuando llegó a la cuadra, pensó que mejor le
servirían el caballo gordo y la espada nueva, y los cogió.
Blancaflor había puesto en la cama unos pellejos de vino y había
echado tres salivas en un vaso para que respondieran por ellos cada
vez que el demonio les preguntara algo desde el otro lado de la
puerta. El demonio preguntaba y las salivas respondían, pero se
fueron secando y su voz se hizo cada vez más débil, hasta que el
demonio se creyó que estaban dormidos. Entonces entró y se puso
a darles cuchilladas a los bultos, que empezaron a soltar chorros de
vino.
—Estamos perdidos —dijo Blancaflor cuando llegó a la cuadra—. Este caballo es el del Viento. Vámonos corriendo.
El demonio, cuando se dio cuenta de que se habían escapado,
cogió el caballo del Pensamiento y salió tras ellos.
Cuando ya los iba alcanzando, se convirtió en una fiera para
matarlos. El muchacho se volvió y, al verla, le dijo a Blancaflor:
—Ahí viene una fiera que nos quiere agarrar.
Entonces ella tiró un peine por la cola del caballo. El peine se
volvió un matorral de peines tan espeso, que el demonio tardó mucho tiempo en poder pasar. Cuando ya otra vez los alcanzaba, dijo
ella:
—Toma esta navaja y tírala por la cola del caballo.
Al momento la navaja se volvió un matorral de navajas y el pobre demonio salió hecho pedazos. Pero otra vez los iba alcanzando
y ella le dio al muchacho un puñado de sal para que lo tirara por la
cola del caballo. La sal se convirtió en un monte de sal, y, al atravesarlo, se le metió al demonio en las heridas y daba este unos gritos
que temblaba la tierra.
Luego el caballo se volvió una ermita, ella una imagen y el príncipe el ermitaño. Cuando llegó el diablo, le preguntó si había visto
pasar a una pareja montada en un caballo. Y el ermitaño le decía:
—Dinguilindán, dinguilindán. A misa tocan. ¡Si quiere usted
entrar! —y lo repetía.
Hasta que el diablo se cansó de él y se dio la vuelta. Cuando
llegó al castillo, la diabla le dijo:
—Tonto, si esos eran ellos mismos.
Y el demonio dijo:
—Permita Dios que él se olvide de ella.
El príncipe y la hija del diablo continuaron su viaje al palacio del
rey. Cuando llegaron al pueblo, él la dejó en una fuente y le dijo que
esperara.
—Que no te abrace nadie. Porque, si alguien te abraza, me olvidarás —le dijo ella.
Llegó el príncipe al castillo. Salieron sus padres y él les dijo:
—Que nadie me abrace. Preparad las carrozas, que voy por mi
mujer.
Entonces llegó la abuela por detrás, se le acercó y lo abrazó. Al
momento el príncipe se olvidó de ella.
Blancaflor, cansada de esperar, se imaginó lo que pasaba. Se
convirtió otra vez en paloma y empezó a volar alrededor del castillo,
diciendo:
—¡Pobre de mí, paloma, en el campo y sola!
Y la reina le decía a su hijo:
—¿No habías dicho que preparáramos las carrozas para ir a por
tu mujer?
—¡Qué mujer, si yo no estoy casado! —respondía el príncipe.
Con el tiempo el príncipe se echó otra novia y hubo torneos para
preparar la boda. Blancaflor se dio cuenta de lo que pasaba y se metió de criada en el palacio. Era costumbre en esos tiempos que el que
se casaba les regalase alguna cosa a los criados. Y ya le preguntó el
príncipe a Blancaflor:
—Y tú ¿qué quieres que te regale?
—Una piedra de dolor y un cuchillo de amor —contestó ella.
El príncipe emprendió un viaje para comprar todos los regalos,
pero la piedra de dolor y el cuchillo de amor no los encontraba por
ninguna parte. Por fin dio con un viejecillo, que era el diablo, y que
le dijo:
—Me quedan los últimos.
El príncipe se los compró y volvió al palacio. Les dio a todos sus
regalos, pero, como no comprendía para qué querría aquella criada
lo que le había traído, pensó esconderse para ver qué hacía.
Blancaflor cogió los dos regalos y los puso en la mesa. Le dijo a
la piedra:
—Piedra de dolor, ¿no fui yo quien allanó la ladera, sembró el
trigo, lo segó, lo molió y amasó el pan que el príncipe le llevó a mi
padre?
Y la piedra contestó:
—Sí, tú fuiste.
Ya el príncipe empezaba a recordar algo. Y siguió diciendo la
hija del diablo:
—Piedra de dolor, ¿no fui yo quien plantó un campo de vides y
recogió la uva en un solo día para que el príncipe se la llevara a mi
padre?
Y la piedra contestó:
—Sí, tú fuiste.
El príncipe ya iba recordándolo todo. Entonces dijo ella:
—Cuchillo de amor, ¿qué me merezco yo?
Y el cuchillo dijo:
—Que te des muerte, Blancaflor.
Y cuando ya se iba a dar muerte con el cuchillo, salió el príncipe
de donde estaba escondido, la sujetó y le dijo:
—Perdóname, Blancaflor. Perdóname, que soy tu marido y te
había olvidado.
Salieron y él les dijo a todos que aquella era su mujer.