Cuento popular: “Juan y Juana”
Érase una madre viuda que tenía hijo e hija. Ella se llamaba Juana, el hijo Juan y la hija pequeña Juanita.
Cada día Juana iba al mercado a vender la cosecha que recogía del huerto. Y un día al marchar le dijo a Juan:
-Juan, cuida de las cabras, que no entren al huerto y se lo coman todo. Cuida el puchero con alubias que he dejado en el fuego, para que se hagan y no se quemen. Y, sobre todo, cuida de Juanita. Cuando se despierte la lavas, le das algo para comer y la peinas.
Juan, no era un muchacho tonto, pero si un poco despistado, y su madre como le conocía bien, añadió:
-No te despistes, haz las cosas como se deben hacer, ¿vale?
Juan, que sí, que él lo iba a hacer todo bien, que se marchase tranquila y que no había problema. Y la madre se fue al mercado un poco preocupada.
Cuando Juan se quedó solo, cogió al perro y lo amarró al asa del puchero, para que cuidase de las alubias. Se fue a mirar por la ventana a las cabras, y para cuando se quiso dar cuenta estaban dentro del huerto comiéndolo todo. Entonces silbó para espantar las cabras del huerto. Estas no le hicieron caso, pero el perro pensó que le llamaba a él, y empezó a correr hacia donde estaba Juan. Como el perro estaba atado al asa del puchero, en cuanto se movió con velocidad tiró el puchero al suelo, se rompió en mil pedazos y todas las alubias se fueron cayendo y desparramándose por toda la casa. Asustado, y sin saber muy bien qué hacer, empezó a limpiar todo como pudo, pero no había forma de dar la vuelta a aquel desastre. Para cuando quiso darse cuenta las cabras ya se lo habían comido todo en la huerta, y todo estaba patas arriba.
-¡Buena la he hecho yo hoy! -dijo Juan-. ¡Cuando venga mi madre, pobre de mí! ¡Me mata! -repetía una y otra vez-.
En ese instante se despertó Juanita. Juan le ayudó a levantarse, le lavó, le dió de comer, y, tal y como su madre le dijo, empezó a peinarla. Mientras le estaba peinando, Juan vio en la cabeza de Juanita un piojo enorme. Como le daban un asco tremendo buscó desesperado por la casa algo para matarlo, y, por fin, encontró un martillo. Lo enganchó con ímpetu, se acercó a Juanita y, con fuerza, le asestó un severo martillazo. El piojo no salió con vida, pero Juanita, también, allí cayó descalabrada. Juan no se creía lo que había pasado.
-¿Qué he hecho? -se preguntaba a sí mismo-. ¡Mi madre me mata! -decía, a continuación, fuera de sí, completamente aterrorizado.
Cogió, entonces, todos los muebles y trastos de la casa y los agolpó delante de la puerta, para que su madre no pudiera entrar. Seguidamente subió corriendo a una habitación, y, debajo de una manta, se escondió.
Al cabo de unos minutos llegó su madre, y encontró la puerta cerrada.
-¡Juan, abre la puerta! -gritó desde fuera-.
Pero Juan no contestaba. Su madre, que venía cansada, empezó a desesperarse.
-¡Juan, Juan! ¿Me abres la puerta? -insistió la madre-.
-No estoy. -dijo Juan inocentemente-.
-Pero, ¿cómo no vas a estar, si me estás respondiendo?. ¡Ábreme la puerta inmediatamente! -añadió la madre, completamente enfadada-
-No, mama, no, no te abro, porque cuando te enteres de lo que ha pasado, me vas a matar.
-Pero, ¿qué has hecho, hijo?
-Pues, una cosa.
-¿Qué cosa?. -preguntó la madre, pensando en lo peor-.
Juan explicó a su madre que ató el perro al asa del puchero, y cuando silbó a las cabras para que se fueran de la huerta, el perro salió corriendo, tiró el puchero abajo, se rompió y salieron desparramadas todas las alubias por la casa.
-Ahora no tenemos nada para comer. -añadió Juan, angustiado-.
-¡Ay, hijo, eres un desastre! ¿A quién se le ocurre atar el perro al puchero?
Pero viendo la madre que ya no había solución, le dijo:
-Bueno, ya buscaremos algo para comer, no te preocupes, pero abre la puerta.
-Es que, ha pasado otra cosa. -añadió Juan-.
-Pero, ¿qué cosa? Cuéntame, por favor. -insistió la madre, intrigada-.
-Es que, mientras intentaba limpiar lo de las alubias, las cabras se han comido todo lo que había en la huerta, y ahora sí que no tenemos nada para comer, ni vender.
Juana se enfadó mucho, porque su huerta era su tesoro, y ahora no tenía nada.
-Desastre no, lo siguiente eres tú, Juan. Como te coja, no sé ni lo que te puedo hacer. -le gritó desesperada-.
Pero, al cabo de unos instantes, se calmó, y se le pasó.
-¡A lo hecho, pecho!. -le dijo, más tranquila-. Ya encontraremos cómo arreglarnos. Y, ahora sí, ábreme la puerta.
-No, es que, …, ha pasado otra cosa. -acabó diciendo Juan-.
-Pero, ¿qué ha pasado, ahora?. -preguntó la madre, pensando que ya había pasado de todo-.
-Es que, Juanita se despertó, y yo le levanté, le lavé, le di de comer y, cuando estaba peinándola, encontré un piojo en su cabeza. Ya sabes, mamá, que me dan mucho asco los piojos, y me puse nervioso, y solamente pensé en matarlo. Encontré un martillo, me acerqué a Juanita, y le golpeé en la cabeza.
-¿Y, qué pasó?. -preguntó la madre, pensando lo peor-.
-El piojo se murió, pero Juanita se quedó descalabrada, mamá.
-¡Madre mía! ¡No será verdad eso! ¡Ahora sí que la has armado!. -exclamó Juana-.
-Que sí, madre, que fue sin querer, de verdad. -decía Juan, entre lamentos-.
-¡Ay, mi Juanita! ¡Ay, mi hija! ¡Pobrecita mía!. -decía Juana-.
Tanto se enfadó que empezó a empujar la puerta para entrar en la casa, y, finalmente, la abrió.
-¿Dónde estás, Juan?. -preguntaba desesperada-.
-No estoy. -respondía Juan aterrorizado-.
Enseguida lo encontró escondido debajo de la manta, y al pobre le dio una paliza.
Pero, después de la tormenta, siempre viene la calma. Juana se fue tranquilizando, y le dijo:
-Juan, tenemos que ir a buscar comida. Osea que, coge la puerta y vámonos.
Lo de coger la puerta era un dicho que quería decir salir de casa. Juan, sin embargo, entendió que tenía que cogerla, de verdad. Así que, directamente la arrancó, y se fue detrás de su madre, que ya estaba alejándose de la casa. Al de un buen rato, después de andar y andar, Juana miró hacia atrás y le ve a Juan con la puerta al hombro
-Juan, ¿qué haces con la puerta al hombro?
-Tú me has dicho “coge la puerta y vámonos”, pues, yo he cogido la puerta
-Pero, no seas tonto, eso es un dicho, para que salgamos de casa. ¡Por Dios, que hoy no acabamos con el día! ¡Ahora carga con la puerta!
Y así siguieron por el camino, Juan con la puerta encima. En todo el día no encontraron nada para comer, y llegaron a un bosque, donde se les hizo de noche. Decidieron pasar la noche en lo alto de un árbol, porque por allí pasaban muchas bandas de ladrones. Subió Juana al árbol, subió Juan, y también subieron la puerta, como pudieron.
Al cabo de un rato, una cuadrilla de ladrones llegó y se paró, casualidad, debajo del árbol donde estaban Juan y Juana. Estos empezaron a repartir su botín.
-Uno para ti, otro para ti, otro para ti, y otro para mí. -decía el jefe de los ladrones-.
Mientras tanto, madre e hijo estaban en lo alto del árbol sin moverse y en silencio. Pero Juan enseguida empezó a notar algo en el cuerpo.
-¡Mamá, mamá!
-Calla, Juan, que nos descubren.
-Mamá, que me meo!
-Aguanta, hijo.
-¡Que me meo!. -insistió Juan-.
-Aguanta, aguanta todo lo que puedas, que sino nos descubren.
-¡Que me lo hago en los calzoncillos, mamá!
-Pues, bajate los pantalones y calzoncillos, y mea despacito, que no nos descubran-le dijo la madre-.
Juan, con las ganas que tenía, se bajó los pantalones y los calzoncillos, y meo un chorro largo todo lo que pudo. A uno de los ladrones le cayeron unas gotillas, miró hacia arriba y exclamó:
-¡Está lloviendo!
Miraron todos asombrados hacia arriba, pero como no se veía nada y enseguida paró, siguieron repartiendo el dinero.
-Qué va a llover, si aquí no ha caído nada. -sentenció el jefe-. Seguiremos repartiendo el botín.
Los ladrones continuaron con su trabajo, mientras Juan se subía bien la ropa. Al cabo de un rato, le vuelve a llamar a su madre:
-Mamá, mamá.
-¿Qué quieres ahora, Juan? ¿No puedes estar en silencio?
-Mamá, que ahora me cago, que me estoy cagando.
-Aguanta, Juan, que enseguida se irán, y luego lo haces.
-Que no, mamá, que no puedo aguantar más, que me voy a cagar en los calzoncillos.
-Hazlo poco a poco, hijo. Hazlo poco a poco.
Juan se bajó los pantalones y los calzoncillos, y allí mismo empezó a cagar. El primer chorongo de mierda cayó encima del mismo ladrón. Este se echó la mano a la cabeza, y dijo:
-¡Caramba! Si encima de este árbol hay miel.
Antigüamente las abejas elegían los árboles para hacer sus panales de miel, y el ladrón que lo sabía, no dudo. Así que, sacó la lengua lo más que pudo y empezó a trepar el árbol en busca de miel fresca.
-¡Hmmm, cómo me gusta la miel!. -decía el ladrón con la lengua afuera-.
Cuando Juan vio al ladrón trepando el árbol, se asustó, cogió la puerta y se la lanzó, con tan buena puntería, que le cortó la lengua de cuajo. Después la puerta cayó en medio del corro de ladrones, y estos echaron a correr, que todavía están corriendo. El ladrón que estaba encaramado al árbol, asustado por todo el estruendo y dolorido del corte, fue bajando hacia donde estaban sus compañeros. Cómo podía, les quería decir que no se fueran, que le esperaran, pero no podía articular ninguna palabra, y solo le salían sonidos guturales, que nadie entendía:
-¡Bu, bu, ba! ¡Ah, oh, ah!
Los otros compañeros, por supuesto, no le esperaron, y todos se fueron corriendo sin parar.
A la mañana siguiente Juan y Juana bajaron del árbol, y allí estaba el botín que los ladrones habían abandonado. Así que, volvieron para casa, y cuando llegaron, dicen que encontraron a Juanita con un chichón enorme en la cabeza andando a cuatro patas.
Así que, se volvieron ricos, nunca más pasaron hambre, vivieron felices, comieron perdices y a mí me dieron con las puertas en las narices.